martes, 22 de julio de 2008

El niño corre ilusionado entre la hierba. Rozando con sus tobillos amapolas, margaritas, tulipanes, y pisando heces de caballo.
El niño es joven. El niño tan sólo tiene 8 años.
Y sus piernas enclenques siguen avanzando con un ritmo frenético. Todo lo frenético posible acorde con sus 8 años.
El niño sonríe. No deja de sonreír.
Y poco después, el niño, tras haber pisado ya siete o trece cagadas de caballo, decir quince ya sí que sería faltar a la Verdad, paso de sonreír a vomitar. A vomitar carcajadas. Sin sentido alguno. Era vomitar por vomitar. Eran de esas carcajadas que te ponen de los putos nervios. Putas carcajadas capaces de desencadenar un genocidio atómico.
Y sus piernas enclenques frenaron. Su vómito no.
El niño se dejó caer. Se deslizó en el aire y extendió su cuerpo desnudo en la hierba. Entre las amapolas, las margaritas, los tulipanes. Y entre las heces de caballo.

Sus párpados se cerraron y ocultaron sus ojos verdes. El vómito empezaba a perder intensidad y continuidad.
Acariciaba con sus manos unas margaritas. Su nuca estaba aplastando una amapola. Y sus nalgas estaban hundidas en heces.
En sus propias heces.
En ese punto, las carcajadas ya habían desparecido, y en su rostro había vuelto a florecer una gran sonrisa que parecía inamovible.
Su mente estaba en blanco. No es que no estuviera pensando en nada. No, estaba pensando en blanco. Estaba buceando en una masa infinita y eterna, blanca. Y sin él quererlo, sin él hacer nada, mientras seguía sumergido en un blanco puro y omnipotente, su pálido pene comenzó una erección. Su diminuto pene comenzó a ponerse duro. Un cosquilleo subió por sus tripas. Ya se le había puesto el pene erecto en otras ocasiones, pero él sintió que aquella era totalmente diferente. Dicha sensación ensució el blanco en el que estaba sumido, y en ese blanco aparecieron puntos y cráteres negros, morados, azulados, amarillos, marrones... Sus párpados dejaron al descubierto de nuevo sus ojos verdes.
Y el puto niño seguía con la maldita sonrisa en el rostro.
El pene ya estaba duro del todo. Y el niño empezó a rodar y dar vueltas entra la hierba. Entre las amapolas. Y las margaritas. Y los tulipanes. Y las heces. Las suyas y las de caballo.
Restregó sus ojos y su boca, y su pecho y su ombligo, y sus brazos y sus dedos, y sus nalgas y sus muslos, y sus rodillas y sus tobillos. Y su pene pálido y diminuto, erecto. Lo restregó todo contra todo. Las amapolas, las margaritas, los putos tulipanes y las heces.
Y empezó a soltar gemidos. Tímidos gemidos.
Rodaba y rodaba. Mientras el viento fresco soplaba y le acariciaba. Al niño. Y a todo lo que había allí.
Los gemidos, poco a poco, adquirían intensidad.
El niño no sabía qué era aquello que estaba experimentando. Pero disfrutaba. Mucho.
El niño jadeando de placer y también de cansancio, paró de rodar. Y quedó bocaarriba, mirando a la redonda e inmensa Luna. De color blanco. Con sus puntos y sus cráteres.
El pene seguía estando erecto.
Y, de repente, sin más, un hormigueo ascendió por su pálido y diminuto pene. Y sintió un golpe seco en el pecho, o en la tripa, o tal vez en la cabeza. No lo sabía bien. Pero había sentido una especie de golpe. Arqueó su cuerpo. Hundió su nunca con fuerza en la hierba, en unos tulipanes, la hundió tanto que se manchó la cabeza de tierra. Y sus tobillos también se hundieron en la hierba, en unas heces ya secas. Su cuerpo había tomado la figura de un puente.
Pero todo esto, aunque parezca que duró más, tan sólo duró 2 segundos. Dos putos y simples segundos.
Y tras esos dos putos y simples segundos, al tercero soltó un chillido, corto. Un gemido, más bien. Y su cuerpo volvió a una posición totalmente horizontal.
El niño. El niño de 8 años, no sabía qué coño era lo que había sucedido.
Pasó 2 minutos, dos putos y simples minutos, tumbado, con los párpados ocultando sus ojos verdes. Con la mente en blanco. Pero esta vez, sin pensar en nada. Y tras esos dos putos y simples minutos, sus párpados descubrieron sus ojos. Dejó su posición horizontal. Y se sentó.
Seguía sin saber qué coño había ocurrido.
Y se sentó. Con cuatro margaritas en su ojete del culo. Y dirigió la mirada de sus ojos verdes a su pálido y diminuto pene. Observó algo. Una mancha. Un resto de algo. Unas gotas. Un liquidillo. En la punta de su jodido pene. Pálido y diminuto. Era una mancha, un algo, unas gotas, un liquidillo... de color blanco.
Y el niño no sabía qué ostias podría ser aquello.
Pero la verdad es que no le importaba.

Se levantó. Se levantó. Y empezó a correr. Sus piernas enclenques avanzaron a un ritmo frenético. Todo lo frenético posible acorde con sus 8 años.
Como al principio.
Se puso a correr. Ilusionado. Rozando con sus tobillos amapolas, margaritas, tulipanes, y pisando heces de caballo.
Como al principio.
Empezó de nuevo a vomitar.

sábado, 5 de julio de 2008

Los dos. Los dos iban caminando por una calle la cual estaba casi exenta de gente. Iban caminando por una calle de la ciudad, una calle más, sin importancia. Hablando sobre algún tema que surgió de forma espontanea e imprevista. Iban caminando por una calle al lado de la cual se encontraba un gran parque. Un parque por el que ya habían estado paseando antes.

Y ahora iban caminando por una calle por la cual, en ese momento, el tránsito de gente era escaso. Iban caminando y hablando,
y en un momento dado uno de los dos se paró. Se detuvo. Y le señalo a su compañero una escena que estaba ocurriendo en ese momento, en el asfalto, en la acera.

Dos hormigas que, al parecer, se estaban peleando. Una de ellas era bastante más grande que la otra hormiga. Y daba la impresión de que estaban en una fuerte y acalorada pelea.

Los dos se detuvieron y se colocaron de cuclillas para contemplar esa escena tan curiosa. Cual espectadores de un circo romano. Cual espectadores de una pelea de gallos.

Parecía que la hormiga grande era la que llevaba la gran ventaja sobre la chiquitilla. Estaban en un tomaydaca. En un empuje furioso. Cada una con las patas delanteras en la cabeza de la otra. Empujando. Empujando tan fuerte como cada una podía. Y era la más grande de las dos la que tenía la sartén por el mango. La que arrastraba a la hormiga pequeña más y más.

Los dos amigos estaban muy atentos y expectantes. Ya no existía esa calle, no existía alguna pareja de personas que pasaba por aquel lugar y se quedaban extrañadas ante la imagen de dos personas de cuclillas observando a dos simples hormigas.

Solo existían esas dos hormigas, cada una usando todos sus esfuerzos para ganar esa batalla.

Sí. Pero la más pequeñita no se daba por rendida. Ni mucho menos. A pesar de la superioridad de su contricante y de que éste estaba dominando la situación, la hormiga más pequeña estaba aguantando. Aguantando. Resistiendo.
Se la veía sufrir, se la veía desear salir de allí lo más pronto posible. Pero aún así seguía resistiendo.

El asfalto, ahora, era un auténtico campo de batalla. Las baldosas, con sus huecos, sus fisuras... se habían convertido en el soporte de una pelea enfurecida de dos hormigas. En ese momento, todo los demás carecía de sentido alguno.
El asfalto, realmente, dejó de ser asfalto.
Los dos amigos estaban disfrutando como nunca. Al menos nunca habían disfrutado tanto, ni nunca se lo hubieran imaginado, con una dispusta de dos simples e insignificantes hormigas.
Comentaban cada movimiento. Cada empuje. Cada decaída de alguna de las dos contrincantes.

La pelea se ponía cada vez más interesante. Más intrigante.
¿Cuál iba a ser el desenlace de aquella imprevista y nuncavista disputa?
Nadie lo sabía. Ninguno de los dos.
Tal como estaba la cosa, podía parecer que la de mayor tamaño sería la vencedora. Pero era difícil afirmarlo al cienporcien al ver la resistencia de la otra hormiga.
El tomaydaca continuaba. Empuje. Y empuje. Y empuje.
La grande seguía arrastrando a la pequeña, pero había momentos en los que la pequeña lograba detener el empuje al que la estaba sometiendo su oponente.
Y llegó el momento álgido de la pelea. El decisivo. El más impresionante.

El de mayor suspense.

Los dos amigos afinaron su atención, su vista. Todos sus sentidos.

En una de las pequeñas franjas separadoras de las baldosas, la hormiga grande había encogido su cuerpo. Tenía su cuerpo doblado. Parecía que estaba en un apuro.
Y entonces.
Entonces...
Entonces la pequeña vio su momento. Y se aprovecho de él.
Entonces la pequeña escapó. Sí. Escapó.
Impresionante.
Se deshizo de su fuerte oponente y en el momento más crítico de éste huyó.
Logró huir. Y salir corriendo del lugar.

Los dos amigos se habían quedado alucinados. Impresionados. Comentaban con enorme sorpresa el hecho que acababan de presenciar.

Y la grande pareció quedarse desorientada y furiosa. Perpleja también. Su débil enemiga había conseguido escapar de sus garras.
Parecía estar buscando a su enemiga. Se movía intentando dilucidar dónde se hallaba.
Pero ya estaba muy lejos.
Ya... Ya era imposible.

Había sido genial. Reían. Y comentaban aquello. Ninguno de los dos se había visto nunca en una situación como aquella. Disfrutando como enanos de un acontecimiento sencillo y simple, en el que casi nadie hubiera reparado. Tal vez, ni ellos mismos en otro situación y momento.
Habían disfrutado considerablemente.
Y ya se empezaron a incorporar para seguir con su camino mientras proseguían hablando de la pelea y de lo que acaban de vivir.
Uno de los dos le comentó a su compañero una sensación que le golpeó en el pecho. Le comentó que, joder, habían vivido una experiencia divertida, extraña, pero muy divertida, habían visto y contemplado un rifirafe entre dos hormigas, y eso él lo consideraba un acto de seres vivos de la naturaleza maravilloso, dos simples e impercatables hormigas. Dos hormigas, indiferentes para todo el mundo. Se habían parado, y se habían quedado observando y viviendo eso. Pero, joder, esa situación con la que tanto habían disfrutado, esa situación... se podría haber esfumado con un simple pisotón. Una puta pisada. Sin más. Y nada de todo aquello habría ocurrido. Un paso. Simplemente eso. Una pisada. Una pisada habría aplastado a aquellas dos hormigas. No habrían reído, ni disfrutado, ni habrían estado ahí de cuclillas durante unos cuantos minutos. Nada más que un pisotón. Las dos hormigas no habrían luchado, no habrían realizado el recorrido que habían hecho entre empujones, no. Simple y llanamente, una pisada. Y la hormiga pequeña no habría tomado el camino de su huida.
Nada de todo aquello habría ocurrido.
Dos hormigas más, muertas y pisadas en medio del asfalto... Nada que tuviera importancia...
Y sin embargo, no había pasado eso. Habían vivido una expiriencia muy divertida.
Pero... una simple pisada... y...

Ya habían retomado su camino.
Y la hormiga grande, la que parecía más fuerte, seguía allí en medio, dando vueltas, buscando a su maldita contricante que parecía débil y estúpida, pero que había escapado.
Y a la hormiga pequeña ya no se la veía. No. La hormiga pequeña había emprendido su huida, tal vez nerviosa pero feliz por haber conseguido escapar. Tal vez nerviosa, pero feliz. Se podía decir, que ella, la pequeñaja y debilucha, había vencido.


Sí...
Un simple pistón...