viernes, 30 de noviembre de 2007

El día había transcurrido del modo como suelen transcurrir estos días; lo había malbaratado, lo había consumido suavemente con mi manera primitiva y extraña de vivir; había trabajado un buen rato, dando vueltas a los libros viejos; había tenido dolores durante dos horas, como suele tenerlos la gente de alguna edad; había tomado unos polvos y me había alegrado de que los dolores se dejaran engañar; me había dado un baño caliente, absorbiendo el calorcillo agradable; había recibido tres veces el correo y hojeado las cartas, todas sin importancia, y los impresos, había hecho mi gimnasia respiratoria, dejando hoy por comodidad los ejercicios de meditación; había salido de paseo una hora y había visto dibujadas en el cielo bellas y delicadas muestras de preciosos cirros. Esto era muy bonito, igual que la lectura en los viejos libros y el estar tendido en el baño caliente; pero, en suma, no había sido precisamente un día encantador, no había sido un día radiante, de placer y Ventura, sino simplemente uno de estos días como tienen que ser, por lo visto, para mí desde hace mucho tiempo los corrientes y normales; días mesuradamente agradables, absolutamente llevaderos, pasables y tibios, de un señor descontento y de cierta edad; días sin dolores especiales, sin preocupaciones especiales, sin verdadero desaliento y sin desesperanza; días en los cuales puede meditarse tranquila y objetivamente, sin agitaciones ni miedos, hasta la cuestión de si no habrá llegado el instante de seguir el ejemplo del célebre autor de los Estudios y sufrir un accidente al afeitarse.


El que haya gustado los otros días, los malos, los de los ataques de gota o los del maligno dolor de cabeza clavado detrás de los globos de los ojos, y convirtiendo, por arte del diablo, toda actividad de la vista y del oído de una satisfacción en un tormento, o aquellos días de la agonía del espíritu, aquellos días terribles del vacío interior y de la desesperanza, en los cuales, en medio de la tierra destruida y esquilmada por las sociedades anónimas, nos salen al paso, con sus muecas como un vomitivo, la humanidad y la llamada cultura con su fementido brillo de feria, ordinario y de hojalata, concentrado todo y llevado al colmo de lo insoportable dentro del propio yo enfermo; el que haya gustado aquellos días infernales, ése ha de estar muy contento con estos días normales y mediocres como el de hoy; lleno de agradecimiento se sentará junto a la amable chimenea y con agradecimiento comprobará, al leer el periódico de la mañana, que no se ha declarado ninguna nueva guerra ni se ha erigido en ninguna parte ninguna nueva dictadura, ni se ha descubierto en política ni en el mundo de los negocios ningún chanchullo de importancia especial; con agradecimiento habrá de templar las cuerdas de su lira enmohecida para entonar un salmo de gratitud mesurado, regularmente alegre y casi placentero, con el que aburrir a su callado y tranquilo dios contentadizo y mediocre, como anestesiado con un poco de bromuro; y en el ambiente de tibia pesadez de este aburrimiento medio satisfecho, de esta carencia de dolor tan de agradecer, se parecen los dos como hermanos gemelos, el monótono y adormilado dios de la mediocridad y el hombre mediocre algo encanecido que entona el salmo amortiguado.
Es algo hermoso esto de la autosatisfacción, la falta de preocupaciones, estos días llevaderos, a ras de tierra, en los que no se atreven a gritar ni el dolor ni el placer, donde todo no hace sino susurrar y andar de puntillas.


Ahora bien, conmigo se da el caso, por desgracia, de que yo no soporto con facilidad precisamente esta semisatisfacción, que al poco tiempo me resulta intolerablemente odiosa y repugnante, y tengo que refugiarme desesperado en otras temperaturas, a ser posible por la senda de los placeres y también por necesidad por el camino de los dolores. Cuando he estado una temporada sin placer y sin dolor y he respirado la tibia e insípida soportabilidad de los llamados días buenos, entonces se llena mi alma infantil de un sentimiento tan doloroso y de miseria, que al dormecino dios de la semisatisfacción le tiraría a la cara satisfecha la mohosa lira de la gratitud, y más me gusta sentir dentro de mí arder un dolor verdadero y endemoniado que esta confortable temperatura de estufa. Entonces se inflama en mi interior un fiero afán de sensaciones, de impresiones fuertes, una rabia de esta vida degradada, superficial, esterilizada y sujeta a normas, un deseo frenético de hacer polvo alguna cosa, por ejemplo, unos grandes almacenes o una catedral, o a mí mismo, de cometer temerarias idioteces, de arrancar la peluca a un par de ídolos generalmente respetados, de equipar a un par de muchachos rebeldes con el soñado billete para Hamburgo, de seducir a una jovencita o retorcer el pescuezo a varios representantes del orden social burgués.
Porque esto es lo que yo más odiaba, detestaba y maldecía principalmente en mi fuero interno: esta autosatisfacción, esta salud y comodidad, este cuidado optimismo del burgués, esta bien alimentada y próspera disciplina de todo lo mediocre, normal y corriente.



(Fragmento de "El Lobo Estepario" de Herman Hesse)
Mis lágrimas son el ácido
que hace que tu manos ardan.

Mi rabia es el cuchillo
que hace que tu sangre
se derrame por mis tesículos.

Mi dolor es cualquier arma
que te pueda hacer chillar.

Mi vida es la hoja en blanco
llena de gotas de grasa
en la cual nadie quiere escribir.

Mi futuro es la tierra
en la que derramas con asco tu saliva
mezclada con tus mucosidades.

Mis palabras son el libro de autoayuda
que todo el mundo necesita leer
para volarse la cabeza con un revolver.

Mi sonrisa es la arcada
que sube por tu garganta
y que hace que derrames
un líquido agrío y espumoso.

Yo soy el tio al que siempre que ves
le miras mal intentándole decir
que es un loco degenerado.

Yo soy todo aquello que siempre odiaste
pero que siempre deseaste haber sido.